Por: Guillermo Ramos Flamerich
Decía aquel viejo general oriental José Tadeo Monagas que Venezuela era como un gallinero en el que las gallinas de abajo se turnan con las de arriba para ensuciarse mutuamente. Monagas no es el mejor ejemplo a seguir, un héroe de la independencia devenido en un tirano más. Entre el nepotismo y la corrupción generalizada, el país pasaba de una frágil experiencia republicana a esas cotidianas guerras civiles que serán continuación de la Independencia y que solo verán el fin a comienzos del siglo XX.
Pero más allá del personaje su frase no escapa de guardar encerrada en ella una gran verdad: en Venezuela todas las culpas son y serán siempre de quienes nos precedieron. Y entre insultos, acusaciones y discursos estériles, los nuevos gobernantes se convierten en ese pasado que tanto criticaron. Eso ocurrió con un chavismo que en 1998 lanzó todos sus improperios contra el “Puntofijismo” y la “Cuarta República”, palabras que lograron acuñar con éxito en la conversación diaria del venezolano. Pero demostraron ser peores que sus predecesores y junto con los descalificativos e insultos, iniciaron una etapa de violencia, violación de los Derechos Humanos, corrupción generalizada y una grave crisis humanitaria que hace a los venezolanos huir de lo que fue su hogar, de todo los suyo que de forma inmisericorde se les arrebató.
Tanta indolencia está creando no solo una generación de venezolanos mal nutridos, sin los medicamentos necesarios, en diáspora y exilio, sino también con profundos resentimientos por lo que el chavismo como sistema les fue quitando y les ha negado. Por la burla constante y el deseo de un régimen de permanecer en el poder a pesar de la ruina, de la desesperación, de la sangre y las tumbas.
De todas estas perversidades vamos a salir como nación, juntos, dueños del presente y del futuro. Pero para iniciar una transición exitosa es necesario lograr equilibrios entre nuestra sed de justicia, la importancia de la reconciliación y la memoria. Así nos perturbe, altere y nos desconcierte profundamente, la justicia no se puede convertir en venganza, a pesar de que con toda razón sintamos que muchos nos han quitado demasiado. La reconciliación debe ser un factor de unidad, pero no de olvido. Existen responsabilidades individuales que deben ser castigadas como ejemplo de lo que no puede volver a ocurrir. También habrá que perdonar, individual y colectivamente, a quienes se han ido y se irán arrepintiendo de haber colaborado con la destrucción y la ruina de nuestra sociedad en todos sus niveles.
Es entonces cuando la memoria debe ocupar su lugar. La memoria como el recuerdo individual y colectivo, pero también como una construcción pedagógica de ciudadanía. Desde las esferas públicas, también desde las privadas, se debe educar para la libertad, la democracia, los derechos y los deberes. Dejar testimonios claros de las luces y sombras de nuestra historia como república. No negar las dictaduras y los tiranos, ni quererlas borrar del relato dentro de la sociedad. Están presentes, son cicatrices que cada cierto tiempo toca volver a ver para no olvidarlas. Para que con el tiempo algún grupo sectario no intente nuevamente reivindicarlas.
Quizá solo así dejemos a un lado ese gallinero del que nos hablaba el caudillo Monagas, y seamos esa sociedad que todavía existe en nuestros más profundos sueños.