Por: Melanie Ventura
No existen verdades universalmente válidas y aplicables en cualquier tiempo y espacio. Tal como la vida misma, la política no se encuentra entre lo estático, muy por el contrario, se caracteriza por ser dinámica, como la marea, en constante movimiento, por lo tanto no se puede esperar que algo en ella sea absoluto.
Así como una especie evoluciona y se adapta para evitar su extinción, los sistemas políticos han de funcionar de forma análoga, si se da por bueno el supuesto que su objetivo es mantenerse en el tiempo. Los modelos democráticos deben cambiar o, prefiero decir, transformarse, incorporando en ellos nuevos elementos que le permitan ajustarse y adecuarse a los tiempos y exigencias de las distintas naciones.
A pesar de las grandes dificultades y de los momentos críticos que hemos experimentado desde la instauración de la democracia hace ya doce largos lustros, contra todo pronóstico los venezolanos seguimos considerando que es el sistema que mejor se adapta a nuestras necesidades. Sin embargo, no podemos olvidarnos del hecho de que la democracia arrastra consigo enormes vicios, siendo esta la razón por la que sin lugar a dudas requiere de la innovación que le permita reafirmarse y adaptarse a los tiempos que corren.
Una de las degeneraciones primarias que aquejan a la democracia, no solo en nuestro país, sino en muchas sociedades que se rigen por ella, es la corrupción. La falta de compromiso con lo público, no solo de parte de quienes asumen los liderazgos y los espacios de poder, sino también de los ciudadanos corrientes, es la principal causa que lleva a la articulación de redes de corrupción en la administración pública.
En este sentido, la necesidad de reafirmar la ética en la manera de hacer política, es lo que sin duda va a definir el curso de la democracia como un sistema que se perpetúe en el tiempo o que, por el contrario, cuente con fecha de caducidad.
El rol que por naturaleza moral asumen o deberían asumir quienes hacen vida en la esfera pública, debe estar enmarcado en una vocación de servicio, basada en sólidos principios morales que persigan la justicia y le conduzcan a alcanzar el sistema que mejor exprese el cumplimiento y la ejecución de los requerimientos de sus conciudadanos. Aun a sabiendas de estas premisas, son muchos quienes una vez llegados al poder, olvidan lo fácil que es cometer errores y apartarse de lo que en principio les condujo a llegar allí.
Ante estos escenarios, el control político -entendido como aquel que ejercen los ciudadanos mediante su participación activa en los asuntos púbicos- representa un instrumento clave para mantener la institucionalidad de los sistemas democráticos. “La democracia es, antes que nada, la capacidad del sistema político para observarse a sí mismo” (Luhmann, p. 134), por lo que la transparencia y la fiscalización de las gestiones de los gobiernos, juegan un rol imprescindible en la desarticulación de las redes clientelares de corrupción y en mantener vigente la confianza de los ciudadanos.
Mucho se habla de la participación ciudadana en la esfera pública, pero vale la pena preguntarse si los mecanismos implementados realmente están dando los resultados esperados. La condición esencial que lleva a las personas a interesarse e inmiscuirse en los asuntos públicos es la sensación de que sus acciones y opiniones realmente logran incidir en las decisiones sobre los temas fundamentales que directamente les afectan. Confiar en que su participación es considerada y arroja resultados reales y tangibles, es lo que conduce a que los ciudadanos ejerzan su poder y tomen partido en las directrices de la nación. Pero, ¿cómo lograr que exista esa confianza?
En este aspecto, cabe detenerse a pensar en modelos que consideren las expectativas de los venezolanos, un ejercicio que ponga sobre la mesa cuáles son sus principales valores y cómo debe desarrollarse la sociedad para adaptarse a ellos y promoverlos. Más allá de un sistema de normas estricto y consensuado entre los distintos actores de la sociedad, lo que se debe perseguir es crear el ambiente propicio para que los ciudadanos se sientan reconocidos y comprometidos con los asuntos públicos.
Retomando la idea del control político en los términos antes expuestos, en un Estado verdaderamente democrático son los ciudadanos las figuras que han de ejercer activamente dicho control. Muchas veces se cuela o se filtra en el imaginario colectivo la premisa de que la democracia está configurada únicamente para asistir a las urnas y cumplir con el sufragio. Si bien es uno de sus principales componentes, los electores adquieren también una responsabilidad con la elección que llevan a cabo; dicho de otro modo, están en el derecho y el deber de regular el margen de acción de aquellos que ostentan el poder.
La Constitución de la República reúne una serie de instrumentos de participación ciudadana, sobre los cuales no nos detendremos a analizar por cuestiones de espacio. Sin embargo, la rendición periódica de cuentas y acciones engloba la clave para el control político por parte de los ciudadanos. Para evitar que se perpetúen prácticas viciosas en el ejercicio del poder, es imprescindible el establecimiento de mecanismos de transparencia que hagan de la información un conocimiento público, logrando elevar la confianza en las instituciones democráticas.
El hecho de que existan prácticas que se perpetúan en el tiempo, no es sinónimo de que estas sean inamovibles, aun cuando muchas de ellas se encuentren profundamente arraigadas en la conciencia colectiva. Una educación cívica enmarcada en valores democráticos y la construcción de modelos de desarrollo que cuenten con una visión de servicio público en pro de la consolidación de la institucionalidad venezolana, permitirá que los ciudadanos sean conscientes de la responsabilidad que ostentan al ser parte de la sociedad y ejerzan activamente sus libertades y derechos políticos.